Columna de Fundación Rumbos. Publicada en la Revista Vivienda.
Veíamos en la nota anterior que algunas pautas de diseño en los ascensores brindan accesibilidad, autonomía y seguridad a todos los usuarios, y en particular a aquellos con movilidad o comunicación reducida. Nos referíamos a espacialidad interior y en el ingreso, evitando la exclusión de quienes, por ejemplo, utilizan silla de ruedas; a la autonomía mediante mecanismos de apertura y accionamiento livianos, o automáticos, que pueden ser comandados incluso por personas con serias dificultades motoras; y a la posibilidad, en caso de emergencia, de establecer contacto con el exterior, desde la cabina, aún a personas sordas.
Sin embargo, pese a contar con estas características de diseño, el ascensor no siempre cumple con su cometido. ¿Qué sucede cuando no funciona? Para quienes dependen exclusivamente de este medio implica mucho más que perder el aliento subiendo varios pisos por escalera: significa no llegar a clase, al médico, o a casa. El ascensor se torna en un eslabón imprescindible en su ruta. No puede fallar. La prestación tiene que ser confiable: el mecanismo, elaborado con materiales de calidad y acorde a un diseño que reduzca la probabilidad de fallas; mantenimiento periódico y con personal idóneo.
Previsto para edificios de propiedad horizontal, habría que asegurarlo también para subterráneos y todos los edificios de organismos públicos. Contar con estos atributos básicos en las instalaciones de ascensores posibilita que la accesibilidad aporte lo suyo a una efectiva inclusión.
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